"Cuando todas las estrellas se apaguen, y antes que despunte el sol pasaré a buscarte."
P.P.
Con un papel en mis manos temblorosas, un corazón latiendo a mil, ojos bien abiertos y perdidos en esas quince palabras, yo, Juana, la hija del zapatero del pueblo, tuve que enfrentar la encrucijada más grande de mi vida.
Todas las tardes, alrededor de las seis, con un grupo de mujeres nos reuníamos en la Iglesia del Perpetuo Socorro. Arrodilladas frente al Santísimo, rezábamos por las almas del purgatorio y por la santa conversión de los pecadores del mundo. Tarea simple, pero de alcance dudoso y fortuito.
Yo tenía los días estipulados de concurrencia. Mis tareas domésticas, muchas veces interferían en ese menester, que se había convertido más en un escape personal y meramente de distracción, que en algo espiritual.
Era martes. Un niño se me había acercado en el momento justo en que salía de la Iglesia y con algo de torpeza bien disimulada, había puesto en mis manos como por arte de magia, esa nota que no tenía destinatario y cuya firma eran dos iniciales. Sin embargo, no necesité preguntar. A pesar de mi asombro, lo estaba esperando.
Y así, con el papel hecho un bollo en uno de mis puños comencé el retorno a mi cotidianidad, aunque con otro temple. Las quince palabras danzaban por mi cabeza y chocaban en los rincones mas profundos de mi alma. Crucé a paso lento la plaza, que estaba colmada de bullicio, y vi a un sol rojizo esconderse entre los álamos y a las primeras estrellas que empezaban a aparecer, marcando el inicio de ese espacio de tiempo en el que debía ir despejando dudas y encontrando certezas.
No había tenido una vida fácil. Mi mamá había muerto a los pocos meses de mi nacimiento. Nunca supe con claridad la causa. En el seno familiar, se hablaba de una dolorosa enfermedad. Y ahí había quedado yo, al cuidado de mi papá, inmigrante de la zona Toscana, un zapatero laborioso, rudo y rutinario. Era frío en sus expresiones, pero con un corazón enorme y generoso. Tal vez no supo o no pudo o no quiso, pero nunca tuvo un gesto cariñoso para conmigo. Todo en nuestras vidas giraba en torno al sacrificio, al compromiso, al deber cumplido. Y todo en mi vida, se había pintado de gris.
Empecé a reconocer los colores, una tarde de verano en la Iglesia. Una sonrisa iluminó mi vida y la cambió por completo. Fue como si el velo frío y oscuro, que venía acompañando a mis días, se disolviera totalmente. No puedo explicar con palabras las sensaciones que recorrieron mi cuerpo, ni las emociones que poblaron mi espíritu cuando escuche su voz y sus ojos se clavaron en los míos:
-¡Hola Juana! me dijo, -soy el Padre Pedro, el nuevo párroco.
Poco tiempo más tarde, en nuestros encuentros secretos, el me confesó que pasó por un idéntico momento.
Ahora estaba cara a cara con la disyuntiva más difícil. Había que optar entre los grises y los colores; entre la comodidad de una vida tranquila, aunque se resignasen los sueños, o la vertiginosidad de los deseos propios que, definitivamente, llevaría el sello del escándalo para siempre.
No hubo despedida. Tenía la certeza de que algo en el tiempo cambiaría ese sentimiento de culpa, que de igual manera hubiese habitado en mí, en cualquier alternativa elegida. Hubo una nota, con letra clara que me aseguré de que llegase a sus manos. Una nota, con quince palabras y una firma:
"Voy a estar bien. Elijo una vida diferente.
Es mi tiempo, el tiempo del amor."
Tu hija Juana.