19 Aug
19Aug

     Cada 6 de enero tenía para mí, una magia muy especial. Era un verdadero ritual preparar el agua y el pasto para los camellos y dejar mis zapatos, los de salir, lo más cerquita posible de la puerta de mi habitación, con la intención de poder ver a los Reyes Magos. El solo hecho de pensarlo me transportaba a un espacio diferente, como si esa noche, atravesar la puerta significara entrar en una dimensión desconocida. 

Mi mamá me había dicho:

 - Los Reyes no pasan por las casas de los chicos que no duermen…  

  Era todo un desafío poder sorprenderlos en plena tarea. Yo intentaba en vano mantenerme despierta, quietecita, simulando dormir, hasta que toda mi energía se entregaba por completo a los brazos de Morfeo. 

   Lo cierto, es que un día vi a un Rey Mago. Estaban los tres, pero yo tuve ojos para uno. 

   Yo crecí en un pueblito muy pequeño de callecitas blancas y frondosos plátanos, muy cerquita de la Bahía del Samborombón, justo donde el río comienza a codearse con el mar. Allí, había una cementera en la que trabajaba mi papá y casi todos los papás de los chicos del pueblo. La empresa organizaba un hermoso festejo de Reyes para los hijos de los empleados. Con igual asombro todos los años, recibíamos regalos de las mismísimas manos de ellos, de los que por las noches no se dejaban ver. Tal vez, por algún pedido muy especial, podíamos verlos a la tardecita, en ese gran evento. Eso sí, los camellos brillaban por su ausencia. Llegaban a caballo, cargadísimos de bolsas y paquetes. Todos corríamos a su encuentro solo para saludarlos, porque los regalos se daban dentro de un salón. Ordenaditos, esperábamos a que dijeran nuestros nombres para ir a recibirlos. 

   Y fue entonces cuando me llamaron y yo me presenté en el escenario. Era un momento protagónico, nos sentíamos importantes cuando subíamos a buscar el presente. Pero ese día, especialmente ese día, algo me embargó de alegría y me llenó de ternura: ¡El Rey Mago, el Melchor, el que me eligió a mí para darme el regalo, tenía la mirada y la sonrisa de mi papá!

 -Si no fuese por esa barba, -me dije… Pero no, su turbante, esa túnica larga y brillante, y además, usaba sandalias…

    Bajé emocionada, tanto, que hoy no recuerdo el regalo. Sólo sé que me senté en mi lugar y que no podía sacarle los ojos de encima, hasta que un diálogo se infiltró y escuché que alguien muy contento le decía a otro:   

- ¡Mirá lo que me trajo el Rey Mago! 

Y ese otro, el grandulón con aires de superado le respondió: 

- ¿Pero qué Rey Mago? ¡Tonto! 

Y volviendo su mirada hacia mí me preguntó: 

- ¿O no que ese es tu viejo? ¡Ese es el Mario, el que vive frente al almacén del gallego!   

Yo corrí la vista y no respondí. Clavé la mirada en el escenario y pude verlo con claridad. Él seguía entregando juguetes con su enorme sonrisa. Mis ojos se llenaron de lágrimas y me sentí en la gloria. Ya no quedaban dudas: Mi papá… era el Rey Melchor. ¡Mi propio Rey Melchor!

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