05 Oct
05Oct

   De todos los milagros, el milagro de estar viva es el más grande. A pesar de los vaivenes, de los dolores, de las angustias y penurias, esos atisbos de felicidad que la matizan hacen que merezca la pena de levantarme y seguir una y mil veces, aunque los golpes sean fuertes. 

   Pedro ha muerto hace ya una semana. Si, Pedro murió, no se fue, no me dejó ni voló a otros mundos, solo murió. Su cuerpo se rompió y su esencia se mezcló con toda la naturaleza que me circunda.       

   Llegamos a este lugar hace quince años, escapándonos de los inquisidores, de los jueces intolerantes que se escudan en la pseudo moralidad, de los sepulcros blanqueados… Y nos encontramos con una vida propia, nuestra, libre de cuestionamientos propios y ajenos. Miro a través de la ventana, y la veo a Emita desplazarse con dificultad tratando de adivinar un camino, que se ha desdibujado. Arrastra una enorme mochila con libros y trae en uno de sus puños un ramito de flores amarillas, que seguramente ha juntado de entre la infinitud que la rodea.  Llegó a nosotros hace seis años, de la mano de una desdicha personal: su familia, fue arrastrada por un alud barroso que una intensa e interminable lluvia de verano,  y nunca pudieron encontrarlos.  Ella quedó a nuestro cuidado, para siempre. Fue un destello del amor de Dios en nuestras vidas. Un Dios, que siempre nos acompañó, a pesar de que muchos pensaran en el castigo del infierno, y en la condena de nuestras almas.  

  Pedro me enseño que Dios vive afuera de las iglesias, y que solo es necesario un amor fraterno e inmenso para que él habite con nosotros. “Comulgar es empatizar”- decía-. “No es necesario, una misa semanal y llevar una sotana, para ser buen hijo de Dios” -decía-. “Los errores se salvan reparando y se sanan perdonando” -también decía-. Su labor misionera en la comunidad diaguita, había sido maravillosamente humana con un dejo de perfume divino. Ayudó a dignificar el trabajo, a escuchar para entender, a comprender y a ceder sin que ello implicase llegar a la humillación. Enseñó los beneficios del quehacer mancomunado.  Fue generoso con todo lo que tenía y la comunidad le respondió con respeto y con un entrañable cariño.  

  Hace siete días, desde la muerte de Pedro, llueven flores amarillas. Las casas se confunden con los cerros, no hay calles ni senderos, no hay parques, ni jardines. Todo el paisaje se ha pintado de un cálido monocromo. 

   La gente del paraje dice que el amarillo es el color de la inmortalidad, y cantan, y ríen y aplauden el milagro.



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